domingo, 22 de febrero de 2009

LOS REPROCHES PUDREN EL ALMA

Mientras hay vida es posible rectificar y aprender de los errores. Nunca nos deberíamos acostar sin la sensación de estar en paz con uno mismo. Si actuáramos siempre así, cuando muriese algún ser querido nos quedaría la tranquilidad de que le hemos dado lo mejor de nosotros mismos. Pero la existencia es complicada y todos arrastramos malentendidos y equivocaciones. Recriminar al otro sobre algo que hizo o dejó de hacer es entrar en un callejón sin salida. El pasado no puede modificarse, sólo es posible intervenir en el presente. Si para nosotros lo de antes tiene un peso tan enorme que nos impide avanzar, si representa un sufrimiento añadido convivir con la pareja después de la muerte de nuestro hijo, entonces es mejor romper la relación. Siempre es preferible una separación, para uno mismo y para los hijos, que vivir en un reproche constante, sin amor ni esperanza.

EL DUELO ES UNA TRAVESÍA EN SOLITARIO

En una situación así hay que avanzar juntos y, al mismo tiempo, cada uno por su lado. Parece un contrasentido, pero no lo es. Cada persona es un mundo y ante una pérdida como ésta responde de forma distinta. El golpe nos remite a golpes anteriores y reabre heridas mal cicatrizadas. Por eso el duelo es algo absolutamente personal, como una travesía en solitario. Y las reacciones de cada persona son imprevisibles.

Durante los primeros meses Lluís, por ejemplo, leía todos los libros que nos traían nuestros amigos. Algunos relacionados con el tema como “Los martes con Morryson”. En cambio, yo no podía concentrarme en nada. Vegetaba. Él era capaz de seguir una conversación con las personas que nos visitaban. Yo la mayoría de las veces me quedaba muda. No podía hablar de otra cosa que no estuviese relacionada con la vida y la muerte. Y recuerdo que un día le dije a mi hermana: ¿cómo es posible que Lluís pueda enterarse de lo que lee y pueda hablar de tantas cosas?

Es su manera de aliviar el dolor, me respondió.

Cada uno hace lo que puede, no hay nada que juzgar. Lo que nos acerca al otro es la comprensión, el respeto hacia su dolor. Lo único que podemos pedirle es que mantenga la esperanza, que siga confiando en el amor, en la solidaridad. Pero el camino hay que recorrerlo en solitario, con la ayuda de uno o más terapeutas y el calor de las personas que nos quieren, pero solos. El duelo nos enfrenta a nosotros mismos.

DISFRUTAR DE SER MUJER (DIARIO)

8 de julio de 1999

(Mediodía)

Me ha venido la regla sin dolor, como cuando era joven. Hace más de nueve o diez años que no me ocurría. Y, reflexionando sobre esto, se me ha ocurrido que tal vez se deba a que últimamente me acepto más. No lucho contra nada e intento disfrutar de lo poco que hago y de lo que soy.

Las mujeres de mi generación hemos vivido un cambio social que nos ha proporcionado libertad, pero también confusión y contradicciones internas. Nuestras madres todavía viven siguiendo el modelo tradicional de mujer, mientras que nosotras, sin ninguna referencia previa, hemos “conquistado el mundo” que durante generaciones pertenecía sólo a los hombres.

Me he pasado toda la vida potenciando mi lado masculino. Primero porque mi madre quería un niño cuando yo nací, y luego porque yo no quería parecerme a las mujeres que no pueden elegir su propia vida. Hasta que no tuve hijos todo parecía ir bien, pero al nacer Ignasi me di cuenta que había algo más importante para mí que tener “éxito en el trabajo”. Y luche cuanto pude, como muchas, para compaginar la maternidad con mis expectativas profesionales. Con el tiempo me doy cuenta que no hay nada más gratificante que disfrutar sin reservas de todo lo que conlleva criar tu misma a un hijo. Me dan pena las personas, hombres y mujeres, que se pierden lo mejor de sus bebés. Que dejan en manos de abuelas y canguros su verdadero tesoro. Y me dan también mucha pena los niños que llegan a casa y saben que, hasta muy tarde, la única compañía que encontrarán será la del televisor o el ordenador.

Los niños, cuando son pequeñitos, necesitan que les miremos, que les reafirmemos con nuestras expresiones de cariño, de aprobación, de ilusión y de enfado. Con los años la distancia se va ensanchando de forma natural, pero los padres nunca podemos estar ausentes. La frase: “es mejor la calidad que la cantidad” es una verdad a medias. La cantidad no tiene por qué ser de baja calidad... Ni la calidad tiene por qué concentrarse en un par de horas al día. A los hijos hay que procurar darles el 100 por 100 de nuestro amor eternamente. Las mujeres, los hombres, las instituciones, las empresas, de forma individual y colectiva, deberíamos reflexionar sobre esto. Abandonar los extremos y buscar soluciones intermedias. Porque si seguimos así, en el fondo, salimos todos perdiendo.

CONFIAR EN EL AMOR (DIARIO)

1 de julio de 1999
(Mediodía jueves)

Ayer por la tarde fui a ver al Sr. José, es un sabio, un filósofo. Me habla de conceptos elevados y me contagia paz y armonía. Cree firmemente en la Fuerza del Bien: el amor y la solidaridad. Las únicas monedas de cambio para vibrar con lo mejor de la vida.
Sé que hay seres que nos dan luz. Son personas, en apariencia normal y corrientes, que siempre están dispuestas a echarte una mano y que aparecen por “casualidad” cuando más falta te hace.
Me ha resultado maravilloso comprender que la Fuerza del Bien siempre está conmigo, con todos. Cuando se tiene esta convicción es más fácil vivir porque, sin grandes esfuerzos, se percibe el lado amable de cualquier cosa o situación. Nada ocurre porque sí, sino para que aprendamos a sintonizar con la frecuencia del Universo. Somos energía y nuestro trabajo aquí es elevar nuestra frecuencia hasta conseguir que vibre con la del amor infinito. La única forma de evolucionar es siendo solidarios. Si damos cariño recibimos cariño, aunque no siempre parezca que sea así. El amor es como la luz, tiene la facultad de apagar las sombras y disolver la oscuridad.

jueves, 12 de febrero de 2009

EL DOLOR DE LOS ABUELOS

Es muy doloroso ver morir a un hijo, pero poco se habla del dolor desgarrador de los abuelos. ¿A quién no le parte el alma ver sufrir desesperadamente a un hijo, sin apenas poder hacer nada? En el funeral de Ignasi mi madre desvariaba y uno de mis hermanos se la tuvo que llevar a casa. No supimos, hasta mucho después, que aquel delirio fue su primera embolia. Aquel día empezó a morir mi madre.
Había criado a sus hijos con la ilusión de que fueran felices y el golpe seco la dejó desencajada. Yo, que sé lo que es enterrar a un hijo, daría cualquier cosa por no tener que pasar por lo mismo que pasó mi madre.
Quiero morir me dijo y yo le pedí que al menos me diera dos años. Y eso es lo que hizo. A los dos años de morir Ignasi se fue ella.

domingo, 8 de febrero de 2009

ACTUAR CON SINCERIDAD

Si cerramos el corazón y nos dejamos llevar únicamente por el dolor, sin conectar con el amor, nuestra vida se seca. Todo a nuestro alrededor se apaga. Personas y cosas. Nos quedamos solos, viendo como nuestro trabajo, nuestros hijos, nuestra pareja, se desmoronan. Por eso durante el primer año de duelo hay que estar alerta. No debe ser un periodo estático. Hay que trabajar como nunca con uno mismo, conocernos mejor, buscar el conocimiento con la ayuda de un buen terapeuta o varios. Hay que aprender a escalar despacio pero con firmeza. Con la ilusión de que, por pequeño que sea el peldaño conseguido, estamos cada vez un poco más cerca del final del túnel, y del principio de la luz. Nuestro esfuerzo por salir, por más duro que sea, tiene como recompensa el bienestar de nuestros hijos. Nuestro ejemplo será su esperanza.
Por eso durante el primer año hay que conseguir quitarnos las máscaras. No sirve escudarnos en falsedades. Ya no. La vida nos ha llevado al límite. Tenemos que actuar con sinceridad. Y hablarnos a nosotros mismos y a todos los que queremos con el corazón.

CUANDO LA REALIDAD SE ROMPE

Cuando los médicos nos comunican que nuestro hijo no va a vivir, lo que nosotros entendemos como nuestra realidad, se rompe. Nuestra concepción del mundo se derrumba. De pronto, nuestros conceptos; nuestra forma de pensar, de mirar, de sentir entran en lo que podríamos llamar otra dimensión. El tiempo se paraliza y vivimos en lo que se podría considerar la dimensión del dolor. Cualquier cosa, por grande, pequeña, abstracta o concreta que sea adquiere un matiz distinto, desconocido. El invierno, el verano, el otoño, la primavera, el sueño, la seguridad, el hambre, el calor, el frío, los árboles, el dinero, el mar, el trabajo, la gente... todo, absolutamente todo, deja de ser aquello que conocíamos.
En esa dimensión nos movemos como a ciegas. Nada es previsible, porque nunca antes hemos vivido algo así. Cualquier cosa, aunque sea algo tan simple como mirar el cielo, nos puede desencadenar un torrente de emociones incontrolables. Las punzadas de dolor llegan sin previo aviso. Y nos sentimos muy desamparados.
La dimensión del dolor, donde nos encontramos, está llena de miedo, culpa, tristeza remordimiento, confusión, rabia, incomprensión... Es asi. A ratos nos envuelve una de estas emociones, en otras ocasiones se mezclan, se funden hasta que una de ellas adquiere más intensidad y sobresale. Y esos sentimientos pueden variar en cuestión de horas, de minutos. Esto es el duelo: un túnel oscuro lleno de fantasmas.
Cuando nuestros hijos pequeños o adolescentes nos ven así, perdidos, todavía se asustan más. Están acostumbrados a que los adultos tengamos solución para todo y nos miran angustiados esperando una respuesta, algo donde agarrarse y mantenerse a flote. Nada sirve excepto el cariño que les podamos transmitir. En esos momentos, más que nunca, nos hemos de guiar por el amor. En el sentido más amplio y universal de la palabra. Hay que hacer un esfuerzo inmenso para escapar del pasado, del apego a nuestra vida de antes, y limitarnos a vivir cada instante como si fuéramos bebés. Intentando buscar en cada persona, en cada cosa o situación un resquicio de luz, de esperanza, de solidaridad. Luchar para ver el lado positivo. Igual que los escaladores ponen los cinco sentidos en cada paso, en cada metro de escención, así hemos de agarrarnos al lado bueno de la vida, dispuestos a cambiar a cada instante. Este es el objetivo. La salida. El camino es duro, porque nos encontramos inmersos en una locura de emociones. Tristes, muy tristes y con el corazón roto. Pero ¿de qué sirve quedarse en el sufrimiento? De nada. Sólo nos hunde más en la depresión. Lo mejor que podemos hacer con la vida que nos queda es vivirla, disfrutarla. Procurar estar bien es un acto de amor a nuestros hijos, a nosotros mismos y a todos los que nos quieren. Y ya se sabe que los pequeños aprenden con el ejemplo.

viernes, 6 de febrero de 2009

EL DOLOR DE LOS HOMBRES

A muchos hombres les cuesta expresar los sentimientos. Les han educado para que no lloren, para que no muestren su “debilidad” y mantengan siempre una actitud “combatiente” ante la vida. Precisamente esa armadura, esa máscara de guerrero, les impide conectar con la esencia. Manejan muy mal las emociones. Se encuentran perdidos ante algo distinto de lo puramente racional. Y es muy difícil explicar con la razón la muerte de un hijo. Ante un hecho así, tan difícil de entender, algunos hombres huyen, inconscientemente, debido a su incapacidad de afrontar lo inevitable.
Se refugian en la acción; trabajan más que nunca, llenan su tiempo con un sinfín de actividades que les impiden pensar, sentir. Intentan vivir como si no hubiese pasado nada y eso es imposible. Cuanto más intensa sea su incapacidad de entender los sentimientos, más necesidad tendrán de huir y más sola quedará la madre.
Si la mujer no puede compartir su dolor, si se encuentra aislada y sola, es muy probable que se construya un mundo de recuerdos que gire entorno al hijo ausente. Puede ser que mantenga su habitación intacta; el armario con toda su ropa colgada, sus juguetes, los libros y todos sus objetos tal como estaban el último día. La atmósfera de la casa queda suspendida en el pasado y ella deambula sonámbula entre fantasmas. La brecha entre la pareja se va ensanchando y el reencuentro se hace cada vez más inalcanzable.
Por eso es tan importante compartir el duelo. Y eso pasa por llorar juntos, estar horas en el sofá, cogidos de la mano, en silencio, con la mirada perdida, pero sintiendo el calor del otro.
En el accidente que murió nuestro hijo mi marido sufrió varias fracturas que le mantuvieron tres meses casi postrado. Fue una suerte para nosotros poder estar tan cerca durante ese primer periodo. Compartimos insomnios, desesperación, esperanza y también mucho amor por nuestros hijos.
Luís, mi marido, me decía constantemente que para él representaba un gran honor haber tenido conmigo a un hijo como Ignacio. Que nuestro otro hijo, Jaime, se merecía lo mejor y que volveríamos a ser felices. Me recitaba esto constantemente y para mí oírle era como subir a un bote salvavidas después de un naufragio.
Solía encontrarle de madrugada en la cocina, escribiendo y llorando. “Esto es demasiado duro”, exclamaba y entonces era yo la que le recordaba lo que él me había dicho antes: que nuestro hijo había sido feliz hasta el último momento y que ahora ya no tenía posibilidad de sufrir y que nosotros saldríamos adelante.
Hay muchos momentos terribles al regresar a casa sin tu hijo. Pero ninguno comparable al despertar y recordar que la pesadilla sigue, que él está muerto y a ti te queda un día por delante, una vida por delante. Al acostarse ocurre lo mismo, no hay forma de descansar, de desconectar, de sentirse en paz. En esos momentos cualquier gesto de cariño es como una bendición, un soporte para ir escalando. Una caricia en la mano, un abrazo, una sonrisa significa la vida.

HAY QUE SACARLO TODO

Durante los primeros meses de duelo el "shoc" emocional es tremendo. El impacto que nos produce la muerte de nuestro hijo abre las puertas del inconsciente y conectamos con las emociones, buenas y malas, que hemos ido acumulando desde que nacimos. Las pequeñas y grandes pérdidas, los sinsabores, los desengaños... Con la sacudida se remueve todo. Nos encontramos dentro de la tormenta a merced de los vientos. No hay freno.Y precisamente en eso consiste nuestro renacer. En no resistirnos y dejar salir en forma de llanto, de agresividad, de melancolía, en definitiva, todo nuestro dolor, sin juzgar nada. Sin valorar. Sin pensar. Como actores que viven intensamente su papel, siendo conscientes, sin embargo, de que tarde o temprano acabará la función. Hay que experimentar sin retener. ¿Cómo? Pués sintiendo que nosotros no somos la tristeza, sencillamente estamos tristes. No somos la rabia, nos rebelamos. No somos la confusión, estamos temporalmente perdidos.. No somos el miedo, estamos asustados. Así, poco a poco, dejando fluir, nos vamos liberando de la desesperación. Mientras tanto hemos de recurrir, hasta que se convierta en un hábito como respirar, al amor. Seguir siempre la lucecita, por leve que sea.

SÓLO SIRVE EL AMOR

El amor se encuentra en todas partes si estamos dispuestos a detectarlo. A veces nos cuesta conectar con este sentimiento porque, igual que una cebolla, estamos recubiertos de capas que nos vuelven insensibles. El orgullo, la vanidad, los prejuicios y la racionalidad excesiva no son más que corazas que nos impiden disfrutar de la brisa de la vida. Ahora que sabemos que el futuro simplemente es una probabilidad, que nada es permanente, que todo pasa, ¿para qué llevar máscaras? Nadie es mejor o peor que nosotros. Todos estamos en el mismo barco y hacemos lo que podemos. La única diferencia es que algunas personas son más conscientes que otras de esa realidad. Es cierto que existen infinidad de hechos y situaciones injustas, espeluznantes, que podrían acabar con la esperanza de todos los santos juntos. Pero eso no implica que no pretendamos ser felices. Sobre todo en una situación límite, de duelo, como la nuestra. Por eso, si recibimos una llamada cariñosa, debemos esforzarnos en mantener esa conexión de solidaridad. Dar las gracias porque esa persona que nos ha telefoneado nos quiere. Aunque parezca irrelevante, esa llamada se convierte en un agarradero importantísimo. Esta pauta la hemos de seguir siempre que tengamos la ocasión; una visita sincera que comparte nuestro dolor es una bendición. Un amigo que nos ofrece lo que tiene, un día de sol espléndido, una sonrisa de nuestros hijos. Cualquier cosa agradable ha de adquirir para nosotros un valor extremo. Nuestro trabajo consiste en aceptar lo bueno. En buscarlo desesperadamente, en magnificarlo. He podido comprobar que cuando no juzgas y valoras el lado positivo de cualquier situación todo es mucho más agradable. Eso no significa que nos volvamos estúpidos o insolidarios. Al contrario, sabemos que cualquier cosa excepto el amor es perder el tiempo.

ELUDIR LAS TRAMPAS

El duelo está lleno de trampas. ¿Para qué comer, levantarnos de la cama, y, en definitiva, seguir si hemos perdido toda ilusión? Las negaciones que nos asaltan son infinitas y se resumen en: “si él no está, no nos merecemos nada”. Esta es la pauta que predomina. Pero cuidado con eso. Es como un espejismo y hay que desvanecerlo. Una buena manera de conseguirlo es imaginarnos que hablamos con nuestro hijo muerto. Lo tenemos delante y le decimos en voz alta todo lo que se nos ocurre. Sin limitaciones. Le podemos pedir perdón, manifestarle nuestro amor, explicarle nuestra desolación... Luego ponernos en su piel y contestar. Seguro que quiere lo mejor para nosotros, que se entristece si nos ve mal. Él desea que seamos felices. Nos quiere. Nuestro hijo no volverá. No le pidamos eso. No puede. Hay que afrontar lo inevitable. Nuestra vida aquí sigue y nos toca aprender a vivir de forma distinta. Por nosotros y por él. ¿Para qué sirve si no todo el cariño que nos dio y que todavía nos puede dar? ¿Permitiremos que caiga en saco roto? Seguro que no.

QUÉ HACER PARA AYUDAR A LOS OTROS HIJOS

A nuestros hijos se les ha muerto un hermano. Algo muy difícil de entender, independientemente de la edad que tengan. Además, se encuentran con unos padres deshechos como nunca los habían visto. Este es el punto de partida. ¿Qué puede ocurrir a partir de aquí?
Es posible que se encierren en el dolor, que quieran llenar el vacío ocupando el lugar del hermano muerto, que intenten protegernos, que adopten una actitud agresiva o victimista... o que todo eso suceda simultáneamente. ¿Qué podemos hacer?

Hablarles con franqueza

Por más que los padres queramos disimular nuestra desesperación, es imposible. Los hijos captan siempre nuestras emociones. No sirve de nada el disimulo. Al contrario, resulta contraproducente porque todavía les confunde más. Si hablamos con ellos y les explicamos cómo nos sentimos pueden entenderlo. Pero si intentamos hacer ver que no pasa nada, les condenamos a la soledad. Es el momento de compartir, de vencer el aislamiento.
Cuando se murió su hermano, mi hijo Jaime de 13 años sufría al verme llorar. Intentaba que no lo hiciera hasta que le dije: “si te hubieses muerto tú, seguro que no te extrañaría que yo estuviese triste y llorase”. A partir de ese momento lo aceptó. Porque de esa manera, implícitamente, le estaba dando “permiso” a él para que pudiese manifestar también su tristeza.
Después de llorar con ganas todas las personas experimentamos calma. Una especie de paréntesis de paz. Pues bien, hemos de llorar primero y centrarnos luego en esos paréntesis y aprovecharlos para abrirnos a los demás. Esto es importante. Así facilitamos que nuestros hijos expresen sus sentimientos. Nunca hay que reprimir su desolación.

Enseñarles el lado bueno

Cualquier situación, por desesperante que sea, encierra una lección de vida. Algo positivo que nos fortalece. No se puede modificar lo inevitable, pero sí aprender algo bueno de ello. Eso es lo que debemos enseñar a los hijos. El mensaje que les hemos de transmitir sería algo así: la vida tiene un final imprevisible, por eso hay que vivir cada día como si fuera el último. Disfrutar de lo agradable que nos ofrece, sin rehuir el dolor cuando llega. La armonía precisamente consiste en eso, en unir las dos caras de la moneda. Nada es del todo bueno ni del todo malo. Simplemente es. Forma parte de la unidad. La vida es un don, una oportunidad. No la malgastes. No te encalles en convencionalismos. Vé a la esencia. Perdónate siempre que te equivoques y ten el propósito diario de ser una persona feliz. No te acuestes nunca sin haber experimentado el amor. Si has pasado un día horrible, sonríete a ti mismo antes de dormir y ten la convicción de que mañana puede suceder algo extraordinario. Piensa siempre que te mereces lo mejor, que debes utilizar la riqueza, pero no te agarres a nada material porque no sirve. Todo es pasajero y cambiante menos el amor.

Facilitarles el conocimiento

Hemos de procurar dar a nuestros hijos la mejor educación, en el sentido más amplio de la palabra. No sólo se trata de que sepan matemáticas o ingles. No. La vida les ha puesto en una situación difícil y tienen que aprender a conocerse a sí mismos. Para eso deben contar con ayuda exterior. Con alguien que les guíe. Un psicólogo, un terapeuta que les facilite el acceso a su inconsciente. Que les ayude a conectar con sus emociones, con su lado más oscuro. Tienen que realizar un trabajo de limpieza, de restructuración. Es absolutamente necesario. Están capacitados para eso y para mucho más, tengan la edad que tengan.
Cuando un niño o un adolescente vive la muerte de un hermano se cuestiona la existencia ¿Qué es la muerte, qué ocurre después, dónde está mi hermano...?. Es natural, necesita entender. Y para eso es preciso recurrir al conocimiento. Los padres no podemos quedarnos con los brazos cruzados. Nos toca aprender, crecer espiritualmente y ofrecerle respuestas. Hemos de acudir a las fuentes, a la gente que sabe, que trabaja con moribundos como la doctora Elisabeth Kübles-Ross -autora de varios libros- . Cuando estamos dispuestos aparece la persona que nos conviene escuchar. Y a medida que avanzamos surgen otras dispuestas a ayudarnos. Y así, paso a paso, crece nuestra confianza. Se abre, despacio, nuestra capacidad de entusiasmo. Nuestra energía vital. ¡La vida es tan interesante!

No idealizar al hijo muerto

El dolor inicial es tan paralizante y la añoranza del hijo muerto tan fuerte que corremos el riesgo de quedar suspendidos en el recuerdo. De vivir como ausentes. Esto es tremendamente peligroso. Nos distancia del mundo y, sobre todo, de los seres queridos que todavía están aquí. Es normal pasar por un tiempo de recogimiento, de luto. Pero sin perder de vista a nuestros otros hijos. Al que se ha ido con nuestro amor le basta. Pero los demás se apagan si no les demostramos constantemente nuestro cariño. Necesitan con urgencia que les abracemos, les miremos, les sonriamos. Se encuentran aquí y se merecen unos padres vivos, atentos, dispuestos a vibrar con ellos. De lo contrario en casa sólo reinará la soledad. Cada uno tirará por su lado y la familia se desintegrará. Hay que volver a crear hogar. Comprar flores, mantener un cierto orden, preparar de vez en cuando comidas especiales. Y viajar. En los viajes salen a la luz muchas cosas, hay muchos momentos de intimidad y se conocen otras realidades. Enriquecen el espíritu y se fabrican recuerdos. Representan algo nuevo a compartir. Todos sabemos que los viajes cierran y abren etapas. Y eso a los padres que se nos ha muerto un hijo nos conviene muchísimo.

Ser flexibles, pero rigurosos

Aunque no resulte tan evidente, los niños y los adolescentes también están perdidos durante este primer año. Navegan como nosotros en un mar de tempestades, a merced de las emociones. Casi con seguridad bajará su rendimiento en la escuela. Es lógico que les cueste concentrarse, que lo que antes les divertía ahora les traiga sin cuidado, que tengan reacciones extrañas...
Mi hijo Jaime volvió a la escuela a los 10 días después de la muerte de su hermano. Fue muy duro para él. Algunas veces se levantaba y nos decía que no podía ir. Entonces nos quedábamos juntos en casa, intentando darnos calor. Necesitaba reconfortarse.
Pero en otros momentos le convenía que le paráramos los pies. Me explicaré: intentamos que no adoptara una actitud victimista, del tipo: “como ha muerto mi hermano a mí me da igual todo” Un día le expliqué que lo que nos sucedía a nosotros ha pasado siempre. “En nuestra ciudad -le recordé- ahora mismo en las salas de espera de las UVI hay familias que están llorando la muerte inevitable de un ser querido. Y muchos de ellos se quedarán hoy sin hermano, sin hijo, sin padre... No eres ni serás el único en vivir un dolor así”. Se lo dije para que reaccionara y funcionó.
¿Pero cómo saber hasta donde hay que tirar de la cuerda sin que se rompa? Hay que guiarse por la intuición y el sentido común y equivocarse muchas veces. Por ejemplo, que nuestros hijos estén viviendo una situación difícil no quiere decir que tengan pasaporte para hacer lo que quieran. Hay que obligarles a seguir con sus responsabilidades, incluso las domésticas. Si les toca bajar la basura lo tienen que hacer, si tienen un horario para ir a dormir o ver la tele hay que cumplirlo. Las normas se pueden saltar cuando convenga, pero no suprimirlas. Debemos guiarnos por el cariño, pero teniendo siempre en cuenta que si dejamos de exigirles y les protegemos demasiado no les hacemos ningún favor. Algunas veces cometeremos errores y otras no. Cuando nos demos cuenta que no lo hemos hecho bien hay que procurar explicarles lo que ha sucedido y pedirles perdón. Y cuando hemos de ser duros con ellos, aunque nos duela, debemos cumplir con nuestro papel.

Enseñarles a rectificar

Las emociones de la familia están a flor de piel. Es lógico que en una situación así existan desaveniencias, malos entendidos, incomprensión, tristeza, agresividad contenida... Por cualquier tontería pueden “saltar chispas”. Por eso, para evitar que los equívocos nos arrastren, es aconsejable parar unos minutos y extraerse del entorno. Buscar un lugar en el que podamos estar solos y en silencio. De esta forma, seguramente conseguiremos serenarnos y ver las cosas con mayor claridad. Y nos resultará más fácil ponernos en el lugar de los demás. Si comprendemos que hemos actuado mal, si, por ejemplo, hemos obligado a nuestro hijo a hacer algo sin contar con su voluntad, le hemos reñido injustamente o no hemos tenido en cuenta su estado de ánimo, es bueno que lo expresemos y le manifestemos nuestra intención de rectificar. Eso no siempre surge con facilidad porque todo es muy complejo, las variables son infinitas y el orgullo suele nublar los ojos. Pero es la única forma de avanzar. Es mejor deshacer cada día los pequeños o grandes conflictos que enfrentarse en el futuro a un océano de problemas incontenible. Lo cierto es que si conseguimos pedirles disculpas por nuestros errores, a ellos les costará menos hacer lo mismo cuando se equivoquen. Si generamos esta dinámica familiar, aunque no siempre salga del todo bien o nos cueste, el ambiente será más distendido, disminuirán los recelos y nuestro hijo actuará con más confianza. En casa, durante el primer año, cuando surgía algún conflicto nos recordábamos los unos a los otros la necesidad de ser comprensivos. Intentábamos manifestar algo así como: “perdona, te he dicho esto porque no estoy bien, todo es muy difícil para mi y a veces me dejo llevar por los nervios”.

Procurar que salgan y se diviertan

La primera reacción después de un golpe tan duro es cerrar filas en torno al núcleo familiar. La realidad de la calle, de los demás, contrasta de forma punzante con la nuestra. Su ritmo es otro y cuesta mucho sintonizar.
Independientemente de la edad, representa un esfuerzo agotador mantener una conversación “normal”, como si fuéramos los mismos de antes. Pero al mismo tiempo, los niños y los adolescentes se asfixian en un hogar en el que predomina el dolor. Necesitan salir. Una vez más hay que navegar entre dos aguas. Por un lado, protegerles de la desazón que provoca el mundo exterior y, por otro, animarles a integrarse.
Mi hijo Jaime se encerraba en el lavabo del colegio para llorar cuando no podía más y no salía hasta que la angustia había remitido. Pero sólo afrontando el dolor se desvanece. Encerrarse en casa para siempre es imposible y, además, no soluciona nada.
Aunque nos cueste a todos muchísimo hay que intentar organizar actividades que se adapten a la edad de nuestros hijos. Y si son mayores, procurar que conozcan la parte amable del mundo por sí mismos. Sus primeras salidas serán duras. Se encontrarán a ratos como pez fuera del agua. Pero es necesario que pasen por ello. Que rompan su propio hielo. Es bueno que vayan de campamentos o salgan de excursión con gente de su edad.
Poco a poco sus amigos volverán a casa. Los primeros días con timidez, porque saben que vivimos momentos especiales. Pero si les recibimos bien y les manifestamos lo agradable que resulta para nosotros su presencia, pronto actuarán con naturalidad. Así, despacio, es muy posible que regresen las risas, los juegos, la música... Tenemos que intentarlo independientemente de que nos cueste. De que estemos inmensamente tristes. Hay que hacerlo porque nuestros hijos necesitan estar en contacto con personas y situaciones más alegres, menos dramáticas que las que vive la familia. Sin forzar la máquina, claro, introduciendo la nueva vida despacio, respetando su estado de ánimo, su dolor. Siempre con flexibilidad.

Necesitan abrazos

Por pequeños que nos parezcan sus avances, es vital que les mostremos nuestro entusiasmo. Los niños y los adolescentes son como una flor, crecen si les regamos con amor. Necesitan que les abracemos, que les digamos muchas veces que les queremos. Que les elogiemos cuando algo les sale bien. En vez de eso, los padres adoptamos el papel de correctores: “no hagas eso, cuidado con aquello, ya te dije que así lo harías mal, mira como te has puesto... ” Más todas las negaciones que se nos ocurran. ¿Cómo van a gustarse así mismos si sólo oyen recriminaciones? Damos demasiadas cosas por supuestas. Y no sólo me refiero a las palabras, el lenguaje no verbal es el más importante. Hay que ofrecerles sonrisas sinceras, miradas de aprobación, de cariño. No olvidemos que lo que intuyen de sí mismos y del mundo lo aprenden de nuestra actitud.
Los gestos cariñosos son un bálsamo para su autoestima. Todavía no son adultos, están descubriendo la vida, es normal que se equivoquen. Dejémosles que experimenten y que aprendan de sus errores. Cada logro personal les reafirmará, les dará seguridad en sí mismos. Hay que dejarles fluir a su ritmo y según sus preferencias. Un hijo no es un vaso que hay que llenar, sino un fuego que hay que ayudar a encender. No les aprisionemos en “un modelo de hijo” que inconscientemente hemos prefabricado. Ellos son ellos. Nosotros somos nosotros. Los niños no tienen que encajar en ningún molde. El único vínculo que no ahoga es el del amor, en el sentido más amplio de la palabra.
Contemos hasta 10 antes de reprobarles nada. Porque muchas veces nos avanzamos y malogramos con nuestra impaciencia su oportunidad de aprender y demostrar lo que ya sabe.
Además, generalmente lo que nos molesta en ellos es ver reflejado nuestro lado menos favorable. Los comentarios más espontáneos del tipo: “eres un desastre, ¿dónde tienes la cabeza?” o tonos inquisidores que acompañan a “¿dónde has estado, qué has hecho?” o ansiosos “¿seguro que lo has pasado bien? Salen de nuestro inconsciente y reflejan casi siempre nuestras propias inseguridades y miserias, heredadas de nuestros propios padres. Ellos nos imprimieron de pequeños patrones que de forma natural transmitimos a nuestros hijos. Por eso no es extraño sorprendernos a nosotros mismos diciéndoles algo que aborrecíamos oír cuando nos lo decían de pequeños.


Confiar en su fuerza interior

La duda ofende. Y si bien es cierto que ante la muerte de un hermano todo se tambalea, también es verdad que cada persona en sí contiene la fortaleza para superar los altibajos de la vida. Todos contamos con recursos propios. Si pensamos que nuestro hijo es débil, le transmitimos sin quererlo debilidad. Eso no quiere decir que debamos tratarle con dureza y brusquedad. Al contrario. Hay que permitirle “desmontarse” tantas veces como sea necesario. Pero sin dejar de transmitirle confianza. Cuando se sienta triste, bloqueado, perdido o insatisfecho, hay que decirles algo así: es normal que no estés bien, no luches contra eso, permítetelo. Pero has de saber que todo pasa y mañana o pasado te sucederá alguna cosa que te hará sentir mejor”. Y eso nos lo tenemos que creer también nosotros. Ellos son la simiente de la vida porque son jóvenes y pueden convertir en realidad cualquier sueño. Otorgándoles confianza les damos permiso para ser ellos mismos, para creer en sus habilidades. Esa es la mejor herramienta que podemos ofrecer los padres. La sobreprotección anula. El desinterés aniquila. Una vez más el mejor camino se encuentra en el punto medio. La cuerda ha de ser larga. Es preciso que le permita dar rodeos, sin perderse. Hemos de estar, sin estar. Aprender a callar, a ser invisibles y a recogerles y abrazarles tantas veces como caigan. Esta es nuestra misión, facilitarles su propio destino. En ningún caso hay que obligarles a seguir el nuestro.

domingo, 1 de febrero de 2009

COMPARTIR EL DOLOR NOS CURA

19 de Mayo de 1999

Miércoles (mañana)

Hoy a Jaime le sacan el yeso del brazo. Se lo rompió en Menorca (cúbito y radio) al caer de la bici. Ha estado más de 40 días con la escayola. Pero no sólo me siento contenta por eso. Durante éste último mes noto que Jaime y yo estamos más unidos. Cada uno tiene su dolor, pero a veces se produce el momento mágico de la comunicación. Y hablamos, sin prisas, de nuestros sentimientos. Conectamos. Nos comprendemos y eso es maravilloso. Compartir el dolor nos cura. Cuando él me cuenta que sueña que llaman a la puerta y su alegría es inmensa al comprobar que es Ignacio, yo me veo en la ventana cuando sueño despierta que Ignacio dobla la esquina y me saluda con la mano. A mi se me encoge el corazón igual que antes se me ensanchaba al verle. Ignacio no volverá a saludarnos desde la calle, pero siempre tendremos en nuestro interior el inmenso amor que nos producía vivir con él. Doy gracias por tener una familia como la que tengo. Unos hijos que adoro y un marido bueno que me quiere. Ahora en la tierra ya no somos cuatro, somos tres. Pero el proyecto sigue siendo el mismo.